El urbanismo fosilista

[vc_row][vc_column][social_buttons style=””][vc_column_text text_larger=”no”]El nuevo secretario de Transporte de los Estados Unidos de América, Pete Buttigieg, sentenció en febrero de 2021 en una entrevista: «las carreteras no son solo para los vehículos», una declaración trascendental en un país donde la industria automotriz es «uno de los símbolos tradicionales del poder económico».

Es claro que el COVID-19 favoreció la reflexión mundial sobre cómo debe repartirse el espacio público de las vías entre los diferentes modos de transporte, privilegiando al peatón, a la bicicleta (y otros modos alternativos) y al transporte público masivo, sobre el automóvil particular. Muchas ciudades del mundo pasaron a la acción y redistribuyeron sus perfiles viales durante la pandemia.

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Este planteamiento no es nuevo. La preocupación respecto al uso masivo del automóvil es una constante en los libros de Ecología desde los años 70 y esa jerarquía de los modos de transporte fue  propuesta por la llamada «Movilidad Sostenible» en los años 90, década en la que varias ciudades del planeta empezaron a celebrar «días sin carro». En nuestro contexto, Bogotá además empezó a construir ciclorrutas y su BRT (Bus Rapid Transit).

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En todos los países tenemos activistas de la movilidad sostenible, usualmente personajes carismáticos de las más diversas profesiones, algunas veces exalcaldes o alcaldes en ejercicio. No hay duda de que son personas bienintencionadas que pretenden resolver uno de los grandes problemas de las ciudades.

Pero, ¿por qué moverse por la ciudad termina siendo un problema, en la medida en que esta crece?, ¿por qué las ciudades precisan de estos activistas y expertos en transporte? Circular por la ciudad parece una necesidad natural y los sistemas masivos de transporte aparentan ser una solución inevitable. Es muy difícil para el ciudadano imaginar una ciudad diferente, en la que no esté obligado a hacer largos recorridos, todos los días, cumpliendo horarios, de la casa al trabajo y viceversa o hacia otros destinos.

 

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_single_image image=”5666″ img_size=”large” add_caption=”yes” alignment=”center” parallax_scroll=”no”][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text text_larger=”no”]En ese sentido, el COVID-19 nos ha dado la oportunidad de vivir una alternativa. Sí, no estábamos preparados, no estamos acostumbrados, a lo mejor no nos gustó. El confinamiento ha impactado negativamente a la economía global y a nuestras vidas, pero nos ha mostrado también que otra ciudad es posible.

Le Corbusier fue el arquitecto más importante del siglo XX y coautor de la Carta de Atenas, un manifiesto urbanístico que influyó en las ciudades actuales. Él imaginaba una ciudad en la que peatones y vehículos nunca se cruzaban, porque los primeros se movían a nivel del suelo y los segundos por autopistas a desnivel, ¡la fantasía de cualquier empresa de construcción!

La ciudad que tenemos ha sido moldeada por el sistema económico y social que adoptamos, más que por las autoridades responsables de su desarrollo o famosos urbanistas. Nada más pensemos en todos los sectores económicos y empleos que se han visto afectados solo porque se redujo nuestra movilidad.

Las relaciones más directas evidencian que se han alterado negocios de  terratenientes y los sectores cementero, acerero, de la construcción, del transporte, petrolero, automotriz e inmobiliario. Pero también hay actividades económicas que dependen indirectamente de la movilidad, ¿quién iba a suponer que por la crisis global del coronavirus cambiarían nuestros hábitos de consumo, por ejemplo, respecto a comprar ropa, accesorios, perfumes o ir a la peluquería?; muchos ya no almorzamos o hacemos pequeñas compras cerca del trabajo ni pasamos por un bar o un gimnasio antes de ir a la casa.

Los gobiernos locales y activistas de la movilidad sostenible se devanan los sesos buscando cómo ofrecernos la ciudad más conveniente, pero el capitalismo financiero, altamente fosilista, promueve otro tipo de ciudad, que no siempre es el que más beneficia a sus habitantes. Proponer solo sobre el transporte ignorando muchos otros aspectos, entre ellos la densidad urbana y la distribución de actividades y usos en el territorio, es de alguna manera hacerle greenwashing al crecimiento extensivo.

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_single_image image=”5667″ img_size=”large” add_caption=”yes” alignment=”center” parallax_scroll=”no”][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text text_larger=”no”]Según Milagros Pérez Oliva: «La cultura del petróleo consagró un modelo de ciudad social y urbanísticamente fragmentada que nos obliga a pasar mucho tiempo transitando de un lugar a otro».

Ricky Burdett, profesor de Estudios Urbanos de la London School of Economics, explica que «el modelo tecnocrático de la Carta de Atenas de 1942 fue un avance en muchos sentidos, pero su desarrollo posterior ha conducido a un modelo de ciudad segmentada por usos — residencial, industrial, comercial, deportivo…— esclava de la movilidad y obligada a construir vías rápidas que en lugar de comunicar, separan».

Varias propuestas urbanísticas a lo largo de la historia intentaron organizar las actividades urbanas para evitar grandes distancias y permitir que más personas se desplacen a pie o en bicicleta, con sus consecuentes beneficios ambientales, como «La ciudad jardín» de Ebenezer Howard, en el final del siglo XIX; el Policentrismo de Vincent Ostrom, en los años cincuenta; las «Ciudades dentro de ciudades» de Lauchlin Currie, en los setentas (¡en Colombia!); el llamado Nuevo Urbanismo de los noventas de Peter Calthorpe, y hoy, la «Ciudad de 15 minutos» del colombiano Carlos Moreno y Anne Hidalgo. ¿Por qué estas propuestas no tuvieron tanta resonancia?, quizás porque no contaron con el apoyo de los sectores económicos que explotan la movilidad, sea «sostenible» o no.

 

 

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